Alrededor del planeta orbitan millones de desechos que alguna vez fueron parte de cohetes, naves o satélites. Ponen en riesgo a astronautas en el espacio y, si caen, a cualquier persona.
El domingo 16 de julio, vecinos de Green Head, una playa a 250 kilómetros de Perth, en Australia, vieron algo extraño flotando cerca de la costa.
Un objeto dorado, del tamaño de un Mini Cooper, que no se parecía a nada que hubieran observado antes. Lejos de atemorizarse, con unas sogas lo arrastraron hasta la arena, como si se tratara de una ballena varada, y revolucionaron el poblado.
El armatoste estuvo allí prácticamente dos semanas alimentando especulaciones sobre su origen. Restos de una nave extraterrestre, parte del fuselaje de un avión estrellado, la columna rota de alguna ciudad submarina…
Selfies, videos y los noticieros locales aumentaron la notoriedad de Green Head. Hasta que la Agencia India de Investigación Espacial reconoció que era parte de uno de los cohetes, el PSLV, que habitualmente usan para poner satélites en órbita. Fin del misterio.
Comienzo de la preocupación
El episodio australiano hizo pensar y repensar sobre los riesgos de la basura espacial. ¿Qué cosas están orbitando allá arriba y cuántas podrían caer un día sobre otra playa o sobre la cabeza de alguien?
Ya hubo pánico en la EstaciónEspacial Internacional. Los astronautas se recluyeron en un módulo hasta que pasara el riesgo de chocar con un pedazo de metal suelto.
La Agencia Espacial Europea (ESA según su sigla en inglés) monitorea el tema y asegura que hay 130 millones de objetos en desuso que contaminan la órbita terrestre.
Entre ellos, 36.500 tienen más de 10 centímetros; 1 millón entre 1 y 10 centímetros; y el resto, entre 1 milímetro y 1 centímetro. Son todos desechos. Piezas inservibles.
¿Cómo se llegó a acumular tanta basura en el espacio?
En 1957, con el lanzamiento del primer satélite, el soviético Sputnik, la humanidad inauguró la era de la conquista espacial. Desde entonces no paró de enviar vehículos con distintos objetivos hacia todo el Sistema Solar e incluso más allá.
La sonda Voyager, lanzada en 1977 con un mensaje para civilizaciones alienígenas en un disco de oro, ya superó los confines. Y sigue en viaje.
La contracara de esos hitos es la producción de desechos espaciales. Cualquier parte de una nave, cohete, sonda o satélite que se desprenda o quede inutilizada pasa a englobar una cifra altísima que sigue en aumento.
Holger Krag, jefe de la Oficina de Desechos Espaciales de la ESA, que funciona en Darmstadt, Alemania, comenta que las posibilidades de que algo caiga, por ejemplo, sobre una persona, son bajas, porque la gran mayoría de la chatarra espacial se quema y se destruye al atravesar la atmósfera.
Y si algo logra atravesarla y cae, tiene más probabilidades de hacerlo en mares u océanos porque la Tierra tiene su superficie cubierta por un 70 por ciento de agua. Sin embargo, en este rubro, el riesgo cero no existe.
El mayor peligro lo padecen las misiones espaciales que están activas. “Cualquiera de esos objetos de distintos tamaños podría dañar o destruir un satélite en funcionamiento”, advierte Krag.
El riesgo también se expande hacia quienes, ahora mismo, están viviendo en el espacio: los astronautas de la Estación Espacial Internacional (EEI). Un eventual choque con algunas de esas piezas de descarte podría desatar una tragedia por la velocidad en que los desechos se mueven.
Según la ESA, su velocidad orbital relativa es de hasta 56.000 kilómetros por hora. Por eso, inclusive trozos que tengan unos pocos centímetros pueden dañar o inutilizar una nave espacial. Y un objeto de más de 10 centímetros la podría destruir por completo y hacer fracasar una misión.
Alrededor de 6.500 satélites continúan en funcionamiento mientras que 2.250 de los que siguen en órbita no están operativos.
Ya hubo momentos de pánico en la EEI cuando se advirtió sobre un posible choque. Los astronautas debieron recluirse, juntos, en un módulo hasta que pasara el peligro.
Un objeto del tamaño de un tornillo podría terminar con años de esfuerzo aeroespacial entre varios países.
Krag cuenta otro episodio que empezó mal, pero terminó bien: “El 30 de marzo de 2017, los astronautas de la NASA Shane Kimbrough y Peggy Whitson se aventuraron fuera de la EEI en una caminata espacial de siete horas. El trabajo incluyó la instalación de cuatro escudos térmicos en el módulo US Tranquility para proteger un puerto de atraque. Desafortunadamente, un escudo se perdió durante ese trabajo. No representó un peligro inmediato para los astronautas, que continuaron instalando los escudos restantes. El escudo perdido (de 1,5 x 0,6 m) se mantuvo en órbita y era visible desde la Tierra con buenos binoculares. Hasta que cayó de la órbita y se quemó al ingresar a la atmósfera”.
Ese tipo de “accidentes” ocurren con cierta frecuencia. De hecho se cree que uno de las primeros desechos espaciales fue un guante que se le escapó a un astronauta.
“Un objeto en sí representa muy poco riesgo para la navegación. La liberación accidental, como la del escudo térmico, no es inesperada dada la complejidad de las maniobras de los astronautas durante una caminata espacial. El riesgo preocupa por la gran acumulación de basura, que continúa aumentando”, agrega Holger Krag.
Basura que crece
La NASA también lleva sus propias estadísticas y controla a estos objetos que rodean al planeta. Lo hace a través de su Oficina del Programa de Desechos Orbitales (ODPO, por su sigla en inglés).
En ella se consideran también como desechos espaciales a los trozos de equipos que se generan tras accidentes, como choques, explosiones, estrés térmico de materiales o como consecuencia de impactos menores.
En la NASA tienen un inventario de todo lo que salió de la Tierra hacia el espacio. Desde 1957 tienen documentados los lanzamientos de 6.250 cohetes y la puesta en órbita de 13.630 satélites.
La agencia, además, registra las estadísticas del estado de los satélites. Unos 6.600 continúan en funcionamiento, mientras que 2.250 de los que siguen en órbita no están operativos: se consideran basura.
¿Cuánto de todo eso cae a la atmósfera? La Oficina del Programa de Desechos Orbitales de la NASA divulga que, en promedio, un fragmento de basura espacial cayó cada día sobre la Tierra en los últimos 50 años.
La mayoría no sobrevivió al calentamiento que se produce en el ingreso a la atmósfera, y los que la pasaron cayeron en el agua o en regiones poco pobladas.
En muchos casos, las propias misiones programan dónde deberían aterrizar sus desechos.
Por lo general, los cálculos se cumplen. Pero pueden fallar, y entonces aparecen aparatos raros, como los restos del cohete Delta 1, que cayeron sobre Arabia Saudita en 2001.
O los pedazos de un satélite lanzado por Elon Musk, que se esparcieron sobre un rancho en los Estados Unidos.
Para los expertos, la situación ya es preocupante porque a mayor cantidad de objetos orbitando, mayor posibilidad de caídas. Y mayores riesgos para las misiones espaciales.
Por eso avanzan las iniciativas para atrapar esos fragmentos de chatarra y, de a poco, limpiar el vecindario terrestre.
Con más de un millón de piezas flotando en el adiós, esa misión parece más dificultosa que regresar a la Luna o pisar Marte por primera vez. Casi una misión imposible.